Este cuento relata la historia de un cocinero que tenía que preparar una deliciosa y sabrosa cena de Navidad. Siempre se le ocurrían ideas brillantes, pero había trabajado tanto los meses anteriores que no estaba nada inspirado, perdió su imaginación en un momento tan importante del año.
Se pasaba el día ideando comidas navideñas, pero ninguna de ellas lograba satisfacerle. Y entre menú y menú desechado, llegó la víspera de Navidad. Tan cansado estaba el cocinero, que se quedó profundamente dormido en la mesa de la cocina rodeado de libros y cuadernos de recetas.
En sueños, se vio a sí mismo convertido en Papá Noel, con un abultado saco al hombro y viajando a bordo de un trineo que se deslizaba tirado por una fuerza invisible, sin ciervos ni renos. No sabía hacia donde se dirigía pero parecía que el trineo sí sabía cuál era su lugar de destino.
Allí había una chimenea encendida que iluminaba toda la habitación con sus llamas y de ella colgaban varios calcetines que esperaban a estar llenos de regalos. En el centro del comedor había una acogedora mesa, con velas encendidas y con todo dispuesto para ser cubierta con ricos manjares. En la casita no había nadie pero, sin embargo, se sentía acompañado por presencias invisibles.
Depositó el saco en el suelo y empezó a latir su corazón a gran velocidad y a temblarle las manos mientras abría la bolsa que no sabía lo que contenía sentado en una mullida butaca junto a la chimenea. Lo primero que apareció fue una bella sopera con una reconfortante sopa de crema, hecha con una gallina entera, aderezada con unos diminutos dados de su pechuga.
Levantó la tapa y una oleada de vapor repleto de aromas empañó sus gafas. Después, un dorado y casi líquido queso Camembert hecho al horno, con aromas de ajo y vino blanco, acompañado de un crujiente pan hizo que su boca se llenara de agua; hundió la nariz en él y lo depositó sobre la mesa.
Su tercer hallazgo fue una pierna de cerdo rellena con ciruelas pasas y beicon ahumado que venía acompañada de un sinfín de guarniciones, cada cual más apetitosas: cremoso puré de patata aromatizado con aceite de ajo y con mostaza, salsas agridulces y chutneys irresistibles, compota de manzana con vinagre y miel... ¡de ensueño!.
Dispuso la inmensa fuente en el centro de la mesa y aspiró los intensos aromas que aquella sinfonía de contrastes culinarios le ofrecía. En un rincón del salón, reparó en una mesita auxiliar dispuesta para los postres y allí colocó un crujiente strudel de manzana y nueces y una espectacular anguila de mazapán, una dulcera de cristal que albergaba una deliciosa compota de Navidad al Oporto y un insólito helado de polvorones.
Apenas podía creer lo que estaba sucediendo, se sentía embargado por la emoción. El menú tocaba a su fin y comprendió que era hora de abandonar aquella cálida casita, para dejar que sus moradores disfrutaran en la intimidad de las exquisitas viandas que había traído en su saco.
Pensó que los manjares se enfriarían si no lo hacían pronto, pero comprendió que el calor, material y espiritual, que invadía todos y cada uno de los rincones de la estancia se encargaría de mantenerlos a la temperatura adecuada. Como toque final a su visita, llenó los calcetines de la chimenea con figuritas de mazapán, polvorones y turrones, que sin duda harían las delicias de los niños... y de los menos niños.
Le despertó el borboteo de un caldo que había dejado en el fuego y que amenazaba con desbordar el puchero. Era ya de madrugada, pero aún tenía tiempo de ponerse manos a la obra y elaborar el menú de la casita del bosque. La fuerza invisible que guiaba el trineo no era otra cosa que el amor que el cocinero sentía por el mundo de la cocina.
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