lunes, 1 de febrero de 2010
Sofiama nos presenta: EL DÍA EN QUE INOCENCIA HIZO SU PRIMERA COMUNIÓN
EL DÍA EN QUE INOCENCIA HIZO SU PRIMERA COMUNIÓN
En nuestra ciudad, es costumbre celebrar las primeras comuniones en el mes de mayo por ser el mes de la Virgen, quien lo que nunca ha hecho - en ese mes ni en ningún otro- es suavizar ese calor exasperante que siempre enloqueció a Inocencia; calor volcánico que la hacía perder el humor, derretía su esperanza, agotaba sus energías de niña y afectaba su razón.
El día de la primera comunión, llegamos todos tempranito a la iglesia del barrio, vestidos con nuestros trajes de gala: las niñas exhibíamos los flamantes vestidos largos blancos, de tul y organdí que para una ciudad como la nuestra, era tortura aplicada sin compasión. Los varones, con sus respectivos “flucecitos” azules bien planchados.
Entramos todos a la iglesia y nos sentamos en los lugares que nos habían asignado días atrás. Al cabo de un rato, Inocencia comenzó a templarse el cuello del vestido y repetía:
- ¡Qué calor! ¡Qué calor! ¡Este vestido pica! - decía tirando el cuello de éste hacía adelante.
Realmente, ese día había un calor húmedo, irritante y pegajoso.
Eran como las once de la mañana cuando concluida la misa, salimos todos a la procesión que se hacía después de la primera comunión. Cualquier persona que haya vivido en nuestra región, en la época que haya sido, sabe lo que significa caminar por las calles de nuestra ciudad, la cual fue escogida por el sol para amarla con todo el calor de su pasión desenfrenada.
Teníamos que andar como unas diez cuadras detrás de la Virgen, cantando los himnos dedicados a ella. No había viento que meciera las hojas de los pocos árboles que encontrábamos en nuestra marcha por las calles. Nuestras figuras se reflejaban en el suelo rojizo por aquel sol tan inclemente que siempre quiso poseer a Inocencia, quien para lograrlo trataba, con su calor, de cegarle la mente y opacar sus emociones. Inocencia se tornaba perezosa a medida que marchábamos. En su mano derecha sostenía el misal y en la izquierda la vela. La letra de los himnos que cantábamos a la Virgen parecían, en sus labios, plegarias de noctámbulos. El sol y el calor reinante erosionaban su cuerpo y lo único que se le oía decir cada vez que terminábamos un cántico era:
- ¡Ojala que llueva! ¡Por caridad, que llueva!
Mientras marchábamos, el polvo se levantaba con nuestras pisadas, dejando nuestras huellas como testigos mudos de la desolación que amainaba, a su antojo, el espíritu rebelde de Inocencia. A medida que caminábamos, los pocos árboles que existían se perdían en las veredas para darle paso a unos cactus que bordeaban el camino y que no hacían otra cosa que derrumbar el sueño de Inocencia de que lloviera.
De regreso, Inocencia ya no cantaba, ya no rezaba; sus poros transpiraban el llanto desgarrador que controlaba internamente. Su sudor se convertía en cristales salados como si la tierra que pisaba, reclamara a los transeúntes para devorarlos. Secaba su frente con la manga del vestido, cambiaba el misal que llevaba en su mano derecha para su mano izquierda; y acto seguido, pasaba la vela que llevaba en la izquierda para la derecha. Inocencia nos miraba desesperada de calor, contemplaba luego el cielo y lo único que le oíamos decir era:
- ¿Será que no va a llover? ¿No irá a llover?
De pronto, a unos cincuenta metros para llegar a la iglesia, el cielo se oscureció y empezó a soplar un viento fuerte, levantando un polvero por la calle donde veníamos desfilando. Nuestras madres nos pidieron que corriéramos. Las niñas nos levantábamos los vestidos y los niños los pantalones para no ensuciarnos. De repente, se desprendió aquel palo de agua cuando sólo faltaban como unos diez metros para entrar a la iglesia. Nuestras madres corrían como locas de un lado a otro, querían meternos a todos para que no se nos mojaran nuestras vestiduras. Cada madre trataba de hacer entrar a sus hijos que no encontraban entre el alboroto, temiendo que con la lluvia y la tierra de la calle polvorienta, los vestidos no sirvieran para hacer la segunda comunión, como era la costumbre.
Todos los niños corríamos como si nos estuvieran azotando, pero Inocencia miraba al cielo y reía mientras se templaba el cuello del vestido para que le entrara agua y mojara su cuerpo. Inocencia no entró a la iglesia. Todos los presentes gritábamos:
- ¡Inocencia, corre! ¡Corre Inocencia!
Los goterones que le caían jugueteaban con su cuerpo y semejaban perlas de rocío y escarchas de esperanzas. La lluvia era tan fuerte que parecía como si todos los mares y océanos se hubieran desbordado para bañar el cuerpo de Inocencia, y a ella no le importara que ellos se vaciaran, aunque fuera por un instante, porque necesitaba sentir que aquel calor de su cuerpo se calmaba. En su felicidad, era como si ella y la lluvia se convirtieran en olas y se elevaran hasta el cielo y volvieran a caer en la tierra.
-¡Inocencia, corre! ¡Corre, Inocencia!- Seguíamos gritando
Inocencia como si no fuera con ella, templaba y templaba el vestido para que el agua siguiera entrando por su cuello. Cuando halaba su vestido, parecía darle permiso a esos mares y océanos que la doblegaban para que tuviera contacto con su cuerpo de niña. La cara de Inocencia era una apología donde se dibujaba el derecho que le daba su corazón de defender esa alegría que vivió hasta en contra de los preceptos de ese día.
La lluvia caía a cantaros e Inocencia nunca entró. La vela y el misal cayeron al suelo. Levantando su vista, cerraba los ojos, abría sus labios y bebía agua directamente del cielo. Inocencia semejaba una Ondina del agua con su larga cabellera flotando alrededor de ella y seduciendo a la lluvia con su encanto. Por un momento, se dobló y recogió su rosario que parecía perlas entre el agua; lo levantó como ofreciéndoselo a la lluvia para obtener su amor incondicional y eterno, y más agua si se podía. Parecía un hada diminuta, más pequeña que sus nueve añitos, pero llena de vida como las Ondinas del agua; y su cuerpo, en éxtasis, danzaba con la lluvia como si oyera una música venida del cielo que sólo ella y la lluvia podían disfrutar. La lluvia arreciaba e Inocencia parecía sumergirse en esos mares y océanos que la embriagaban, convirtiéndose en su dueña.
Su vestido chorreaba por todas partes. No se quitó sus zapatos como hizo cuando jugó baseball con nosotros, sino que dejaba entrar la tierra enrojecida como si ella le calzara sus pies. Imperturbable, con los ojos cerrados recibía aquella lluvia como un regalo del cielo.
Se armó una algarabía: los niños nos desternillábamos de la risa, envidiando en el fondo no tener el coraje de habernos quedado bajo la lluvia, o salir para disfrutarla como Inocencia. Las madres gritaban molestas:
- ¡Niña, niña! ¡Qué vas a arruinar el vestido!
La mamá de Inocencia no dijo nada. Nosotros la mirábamos esperando que hablara, pero no lo hizo. Ni siquiera aquella locura de Inocencia sacó a su madre de aquel silencio incógnito que siempre la caracterizó. El papá de Inocencia tampoco dijo nada, pero la expresión de su rostro mostraba que aprobaba la conducta de su hija. Ella siempre dijo que su padre si entendía el desespero que producía en su ser el inclemente sol de nuestro pueblo. Después de todo el alboroto armado, se apareció el padre Ignacio, el sacerdote de la Iglesia del barrio, miró a Inocencia e hizo una mueca sin juzgarla. Entró de nuevo a la iglesia y tampoco dijo nada.
Al día siguiente llegamos todos los niños con nuestras vestiduras de primera comunión, excepto Inocencia. Ella fue de “particular” como decíamos en nuestra ciudad cuando no nos uniformábamos. Pensamos que ese día ella no se sentaría con nosotros porque las bancas eran reservadas para los que vestíamos de primera comunión. Sin embargo, Inocencia ocupó el asiento que se le había asignado, pero presentíamos que el padre Ignacio le ordenaría sentarse en otro sitio.
Cuando la misa iba a empezar, el padre Ignacio entró, se paró en el medio del altar, nos miró a todos y se quedó contemplando a Inocencia. En ese momento, imaginamos que le diría que ella no podía comulgar por el “pecado” cometido el día anterior y la mandaría a cambiar de lugar, sin embargo, nada de eso ocurrió. Una sonrisa cómplice se dibujó en el rostro de aquel sacerdote cuando miró a Inocencia. Ella le devolvió la mirada con su franqueza de siempre, y la misa comenzó. Inocencia recibió la segunda comunión al igual que nosotros.
Los niños que conocimos a Inocencia, nunca olvidaremos el día en que ella y la lluvia danzaron. Cuando Inocencia dócil y silenciosa le entregó su corazón entero. Nunca olvidaremos el rostro de Inocencia: esa expresión hecha pintura, himno a la libertad, poema libre a la irreverencia, pétalos liberadores; y al Dios de esa lluvia que la abrazó, la besó y la arrulló con sus caricias de terciopelo.
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